28 de febr. 2014

"Contra el separatismo", d'Albert Sánchez Piñol, a 'La Vanguardia'

Si el tipógrafo lo permitiera habría encabezado este artículo con un título más extenso: “El extraño caso del chico que escribía cuentos en un idioma y ganaba premios literarios en otros dos”. Se llama Marc Nadal Ferret, sólo tiene veintiocho años y ya es uno de los impostores más habilidosos y divertidos que han aparecido en los últimos tiempos. Pero dejamos por un momento a Marc.

Durante mucho tiempo preferí ignorar el secesionismo lingüístico. Y es que hay fenómenos que no se tendrían que inscribir en el ámbito de la política, sino de la psiquiatría. ¿Cómo se puede defender, con un argumentario mínimo, que en Valencia, Baleares o la Franja de Aragón lo que se habla no es catalán? La historia es diáfana. En el siglo XIII el rey Jaume conquistó Valencia y las Baleares, territorios que fueron repoblados mayoritariamente por catalanes. Con ellos llevaron su religión, su cultura y, como es lógico, su lengua. Por eso, mira tú por donde, sus descendientes hablan el mismo idioma que en Barcelona, Rupià o Calldetenes. ¿Qué quieren que hablen? ¿Ruso? ¿Urdu?

Pues no; según algunas voces iluminadas no es así. Según estas voces el valenciano y el baléà no son variantes dialectales, sino idiomas totalmente diferentes. Tienen que tener su diccionario, su academia de la lengua, todo aquello que pule, lustra y da esplendor. La pregunta es: ¿de dónde salen estos organismos esperpénticos? Y la respuesta, por desgracia, es elemental: tan sólo es una estrategia del nacionalismo español para dividir y fragmentar la cultura catalana.

En todo el planeta Tierra no hay ni un solo filólogo serio, ni uno, que corrobore las tesis del secesionismo lingüístico. No importa. De hecho, sería un error buscar racionalidades o coherencias en un movimiento que ni las busca ni las necesita. Los mismos individuos que quieren hacer creer que en Alcanar y en Vinaròs no se habla el mismo idioma afirman fanáticamente que en la selva de Bolivia y las calles de Vallecas sí que se habla el mismo idioma. Los mismos poderes que acusan a la cultura catalana de ser una cultura subvencionada son los mismos que subvencionan los chiringuitos anticientíficos de los secesionistas lingüísticos. Y lo más delirante de todo: que en realidad no se promocionan estos artificios lingüísticos para usarlos, sino para hacer desaparecer el catalán. Estos días el presidente de Valencia se ha indignado porque un diccionario recoge la unidad de la lengua. (Por cierto: ¿desde cuándo un político tiene que implementar las definiciones de un diccionario?) Pero al mismo tiempo cerca de 14.000 alumnos valencianos no pueden estudiar en su lengua por culpa de la administración. Ahora bien, cuando cuatro individuos, en Catalunya, quieren reventar la inmersión lingüística, no lo duden: enseguida tendrán a su servicio el ministro Wert, el Tribunal Constitucional y lo que haga falta.

El colonialismo es un proceso por el que el colonizador impone sus valores al colonizado. Es decir, convierte la víctima en parte del proceso alineador. Permítanme un ejemplo. Un día viajaba en autocar, detrás mío sentaba un matrimonio guineano. Hablaban un idioma tan exótico, y a la vez tan dulce, que les pregunté al respeto. “Perdone usted” se excusaron ante todo, y añadieron: “Es que hablábamos en dialecto”. La respuesta me sorprendió: ¡en dialecto! El proceso colonial actúa así: las culturas locales no son auténticas culturas; en consecuencia, los idiomas locales tampoco son auténticos idiomas. Se desprecian y marginan, y por eso, bajo el dominio colonial, las lenguas autóctonas de Guinea sólo eran “dialectos”.

También ha existido un colonialismo interior. Los veranos, cuando era un crío, recorría los parajes del Matarraña. Un día salió el tema: “Nosotros no hablamos catalán”, me dijeron los chicos del pueblo, “hablamos chapurreao”. ¡Chapurreao! Es decir, alguien, en algún momento, los había convencido que aquello que ellos hablaban no tenía la dignidad de un idioma, que ellos sólo “chapurreaban”.

Creímos que la democracia lo curaría todo. Que sanaría el cuerpo diezmado de la lengua, que se desbrozarían malentendidos fascistoides. Obviábamos un detalle: que la democracia que vino era la española. ¿Ha hecho el Gobierno aragonés algún esfuerzo para reparar la ignominia histórica? Al contrario. Hurgando en la herida, añadiendo lastre a la infamia, han oficializado el chapurreao: ahora se llama lapao.

Y aquí aparece Marc Nadal. El chico se ha especializado en enviar cuentos a premios literarios que se convocan para el lapao y el baléà. ¿Qué diferencia hay entre el catalán de Marc y el de sus cuentos? Prácticamente ninguno. Usa el artículo salado en el caso del baléà y las formas verbales de poniente para el lapao. Según los convocantes se trata de lenguas diferentes, pero no lo deben de ser tanto: se lo premian todo. Es para morirse de risa. Según Marc lo hizo para combatir el secesionismo lingüístico de una manera elegante. Lo es. Y eso que en el caso del lapao presentó un relato tan esperpéntico, el argumento tan aberrante, que no creía que colara. En sus palabras: “Era el cuento de un niño que lo pasa muy mal en la escuela porque tiene un profesor muy malo que les hace hablar catalán en lugar de aragonés oriental y que les dice que ellos son de los Países Catalanes”.

Coló.



(Article publicat a Caffe Reggio. Periodismo de opinión.)